El mejor perro del mundo

Aunque creo que todos los amos dirían lo mismo, voy a hablar del mejor perro del mundo. Cuarenta y dos kilos de cariño, lealtad y nobleza antepuestas, de ser necesario, a su propia vida. Una cabeza enorme en comparación con el cuerpo, musculoso y duro como si fuera de mármol, sujeto por unas patas cuyas zarpas eran más grandes que el centro de la palma de la mano. Y ojos de niño inocente.

Los ojos. Los ojos de un rottweiler que me enseñó a ser persona antes que gente, a cuidar y a querer sin esperar nada más allá de lo más básico a cambio. Siempre he considerado que con las razas grandes hay que ser muy firme y, de ser necesario, corregirlos con un cachete. Rara vez llegaba a tal extremo, pero Draco, que ahora tendría, de vivir, catorce años, nunca me respondió con un mal gesto.

Berlin #2

El perro llegó a un piso de estudiantes con apenas cuatro meses y, superado algún que otro miedo de los chicos, se convirtió en la mascota, no ya de a casa, sino de todo el edificio. Así era: sociable, noble. Bueno.

Una educación sencilla pero imprescindible

La inteligencia y deseo de complacer de Draco eran tales que hicieron que aprendiera a dar la pata en cinco minutos, a sentarse en otros tantos y a tumbarse –esto último ayudado por restos de chuletones de un restaurante- en apenas diez.

En la calle, pronto pudo salir a pasear sin correa: con un “¡Al pie!” se situaba a tu lado y no se adelantaba más de un metro. Y la prueba de que los animales son muchas veces más inteligentes que las personas es que, allá por donde íbamos, siempre había alguien que se apartaba, con mala cara. Vale: lo entiendo: un animal de ese tamaño impone, por pacífico que se muestre.

La jauría, la familia

Pero es que cuando llegábamos al parque, Draco jugaba con cualquier perro (con cualquier cosa en realidad). Encontró, merced a su tamaño, un lugar en la jauría en muy poco tiempo. El líder era otro rottweiler: Masai, detrás, un husky cuyo nombre no recuerdo, luego, Draco.

Recuerdo lo que me reía cuando los perros pequeños se le colgaban de la cara para jugar o para agredirlo y él, tranquilo, caminaba unos metros. Cuando se aburría del juego, con una pata, suavemente, los apartaba

¿La raza o el amo?

Podría seguir hablando durante horas y horas de cómo me enganchaba el mosquete a la presilla del pantalón y hacía que él me sacara de paseo, con la correa en la boca; de cómo, cuando me hacía daño por jugar con él (el daño me lo hacía yo: él era extremadamente cuidadoso), Draco paraba, se sentaba e intentaba lamerme…

Y todavía hay quien tiene la osadía de hablar de razas peligrosas en lugar de hacerlo de amos hijos de mil padres.