No conociste a Zar

Como pretendo que este blog tenga un mínimo de estilo y elegancia, no me voy a parar a decirte que creo que eres un hijo de la grandísima puta (¿qué tendrán los exabruptos que en cuanto gritas “cabrón” en una plaza atestada de gente vuelve la cabeza hasta el que no lo es?).

De entre todos los que han vuelto la cabeza, entre curiosos e indignados, me dirijo a ti. Sí, a ti, cuya cara no conozco, pero que eras el antiguo de dueño de Zar. Bueno, yo lo llamé Zar, aunque en la protectora de animales, donde casi se muere de la neumonía, lo llamaban Beethoven. Así de simpático y lindo era.

Cuando llegó a casa, Zar, Beethoven o Chucho, como imagino que lo llamarías, era un animal lleno de heridas, visibles e invisibles: además de las cicatrices, de los callos en los huesos (tenía la cola rota y par de costillas mal soldadas), además de los parásitos que lo estaban, literalmente, matando, era un perro destrozado por dentro.

Heridas ocultas

Supongo que, como ser sin alma que eres, no te importará demasiado, pero el pobre animal entraba en pánico cada vez que oía el motor de un coche grande o el ruido de la persiana de un garaje. Es más: no soportaba la presencia de otro ser humano salvo la mía, llegando a orinarse de pánico cada vez que se le acercaba alguien.

Recuerdo que tuve que improvisar pañales con bolsas de la compra para que no ensuciase los rellanos de la escalera, puesto que también sufría ataques de terror al salir a la calle. Sí: sólo unas dosis de paciencia dignas del santo Job lograron arreglar en parte tus estragos.

Una cadena demasiado larga

Sin embargo, Zar me demostró, todavía muy débil, febril, y obligado a salir para que le diera el aire, que, de haber sido preciso, habría dado la vida por mí. Pero esa es, aunque también esta que te estoy contando, otra historia.

La verdad es que, cuando Zar llegó a casa, me hice con una cadena (sí: de esas de ferretería) como cinco metros más grande de lo necesario. Eran dos los motivos: de un lado, jugar con las distancias de modo que el perro pudiera acercarse o alejarse de mis piernas según se fuera sintiendo más o menos seguro.

El otro motivo era el de hacerte tragar tres metros de cadena envueltos en mi puño si alguna vez te encontraba. Pero, tranquilo: por cobarde y mierdas que seas, no te va a pasar nada por mi parte. Ya tienes suficiente castigo: no conociste a Zar.