No tendría yo más de cinco o seis años cuando descubrí una realidad muy dura. A ver si, con un poco de suerte, el tiempo no traiciona la exactitud del recuerdo del que, por otra parte, no quedan ya testigos.
Solía yo pasar los fines de semana en la casa de mis abuelos, en una aldea en la que en tiempos de máximo esplendor, vivían una docena de vecinos. De chiquillo era de esos hotentotes que martirizaba moscas, cazaba lagartijas y acariciaba a cualquier perro, por grande que fuera.
Por lo que sea, asocio este recuerdo con una sensación de calor, de modo que me imagino que era verano, de lo que se deduce que debía de ir por los caminos vestido con zapatillas y unos calzoncillos y con los brazos cubiertos de arañazos por buscar las moras más frescas y ocultas de la zarza.
Un pajarillo
El caso es que mi abuelo llegó a casa con algo en las manos, para enseñármelo… ¡Un pájaro! Aunque el recuerdo, en ese punto, es borroso, creo recordar que se trataba –en aquel momento no podía saberlo- de un pinzón vulgar. Pero eso es lo de menos.
Lo que sí tengo claro es que el ave parecía sana, de modo que aún no me explico cómo lo atrapó mi abuelo. Y yo quería conservar conmigo tal belleza. Pero, claro, no teníamos jaula ¿Cuál era, pues, la solución?… Atarlo.
La terquedad de un niño inconsciente
Ante mi terquedad y el asomo de lágrimas, mis abuelos accedieron (uno santos, eran) a atar al pájaro con hilo de coser –supongo de nailon- por una pata y sujetar el otro extremo del cabo a uno de los barrotes del balcón.
Durante media hora fui un niño más feliz, si es que podía serlo. Veía al animal revolotear, tan entretenido que ni siquiera le prestaba atención a la lata de agua y los granos de trigo que había dispuesto para él. Inocente de mí.
Una lucha casi inútil
Cuando el pinzón se quedó sin fuerzas para luchar empecé a darme cuenta de lo que ocurría: no estaba jugando sino luchando a brazo partido por su libertad. No es que no tuviera apetito ni sed, sino que el estrés –pena, pesaba yo en ese momento- le impedía alimentarse.
Me di cuenta de que hay animales que no pueden compartir su vida con el ser humano, que, privados de su libertad, simplemente, mueren. A mis cinco añitos, le pedí una tijera a mi abuela, corté el amarre y lo dejé ir.
Luego, me hice con un palo para ir a cazar lagartijas.