Aquellos ojos dorados

No me gusta la caza. No soy ecologista, lo reconozco: no soy ejemplo de cuidado del planeta: si me ponen delante un jabalí en caldereta o un chorizo de gamo, me lo como con placer, pero no me gusta la caza. Contradicciones propias del ser humano, supongo.

Sin embargo, existe una modalidad que me parece maravillosa, tal vez por cómo la conocí, en mis tiempos de reporteo dicharachero de Castilla La Mancha. Y como no es fácil describir las sensaciones sin hablar del contexto, vamos con la historia de aquel día.

Era sábado y me tocaba trabajar, de modo que mi humor oscilaba entre el gris plomizo y el tormentoso, como el cielo de aquel día. Había quedado con Lucía, la cámara, en un lugar que se encuentra en medio de ninguna parte y cerca de nada, en pleno campo, de modo que, tras dar unas cuantas vueltas, más perdido  que un obispo en un burdel, di con el sitio.

Mirando al cielo

Bajé, la saludé y nos dirigimos hasta donde se reunían un par de docenas de personas. Casi me dejo los tobillos en los agujeros que jalonaban el suelo de la finca. No es que no esté acostumbrado a caminar por el campo –que no lo estoy-: es que lo que de verdad me interesaba estaba unos cuantos metros por encima de nuestras cabezas.

Los cetreros habían decidido exhibir en la concentración todo tipo de aves rapaces: y un servidor no salió boquiabierto en el reportaje televisivo porque se recodó a sí mismo que tenía que hacer su trabajo.

Elegancia, velocidad, poder

Nunca pensé que un harris o un halcón peregrino pudieran ser tan elegantes, a la vez que rápidos y letales cuando se dejaban caer en picado sobre un conejo. Como soy un poco tonto y me pongo siempre en el pellejo del débil, las sensaciones eran terriblemente contradictorias:

Una enorme tensión cuando un cernícalo detenía su vuelo sobre una presa o un águila se abalanzaba sobre ella; una sensación de triunfo por un lado cuando impactaba en la presa y de angustia por el otro cuando el roedor daba una voltereta ya definitivamente perdido.

Un minuto de magia

Pero el momento que jamás voy a olvidar es el que sucedió cuando, tras la preceptiva entrevista al presidente de la asociación de cetreros, le pedí, tímidamente, que me dejara el guante para que pudieran grabarme con su ave: un enorme búho real.

Sólo quien ha sostenido a un animal así puede hacerse una idea de lo que es: grande a la vez que ligero, te traspasa con una mirada que parece decirte “¿Y tú quién eres y por qué te atreves a mirarme, ser inferior que ni siquiera sabe volar?”. Es la quintaesencia de la belleza, de la elegancia, de la tranquilidad y, a la vez del poder y de la fuerza.

Inolvidable. Tanto, que aún sueño –son sueños agradables- con aquellos ojos dorados.