He sido estudiante, y como tal, vivido lejos del hogar familiar durante una buena cantidad de años. Al menos el tiempo suficiente como para haber conocido a todo tipo de personas –y a algunos personajes- . Pero una de las lecciones más importantes sobre mascotas me la enseñaron unos gatos.
Vaya por delante que, aunque me parecen la quintaesencia de la elegancia, aunque no soy de los que juzgan a toda la “gatunidad” por un animal arisco o demasiado independiente, yo no tendría un gato como mascota. Tal vez dentro de unos párrafos entiendas por qué.
Veamos: Salamanca. Piso de estudiantes. Cinco chicos, dos de ellos con su pareja, conviviendo. En él, mi Draco –perro-, mis Bryan y Lady –periquitos- y hasta dieciocho gatos de diferentes razas. Has leído bien: dieciocho gatos.
Su dueña (no recuerdo ni me importa no hacerlo, cómo se llama) era una apasionada absoluta de los gatos. Tanto, que cada vez que se topaba con un gato callejero se lo llevaba a casa… Y se olvidaba de castrar a algunos de ellos.
Cabe añadir que los animales vivían, con esta chica y con su novio, en una sola habitación, de modo que, salvo en alguna rara ocasión en la que se escapaban, los animalitos, pobres, no molestaban a nadie. Dieciocho gatos y dos humanos. Podría muy bien ser el título de una comedia, si no fuera porque el tema es serio.
No quiero pensar en el aire que la parejita debía respirar cuando recuerdo el olor que salía del cuarto cada vez que entraban o salían de él (sólo ellos se aventuraban a hacerlo). Y, más allá del terrible pestazo, pensemos que, por boyante que sea, una economía estudiantil no basta para sostener a una manada tan amplia:
Si pretendían cumplir, no ya con las vacunaciones y las medicinas necesarias, sino con la mera necesidad de alimentarse de los gatos, los que no iban a comer serían ellos. Además, ¿cómo se puede dividir el cariño y la educación que precisa una mascota entre dieciocho? ¿Los juntaban en un aula y les daban una clase de orinar en la arena?
En fin, que está muy bien apasionarse con uno u otro animal, pero el exceso siempre es malo. Cada vez que recuerdo cuánto me gustaría tener seis o siete perros, recuerdo los gatos de aquel piso y pienso si podría atenderlos a todos… y mis ilusiones se reducen entonces a tener uno grandote y tranquilo.